Como cada día enfrentó los ejercicios matutinos con la misma estoicidad que le caracterizaba desde que en verano empezase a sentir las arañas en la cabeza. Levantarse, apagar las alarmas, empezar a sentir el «clavo en la cabeza», con su dolor, su hinchazón, su presión, su sensación de cuerpo extraño y las neuropatías agarrándole nariz y mofletes como si le estuvieran retorciendo cables encima y alrededor de la cara.
El desayuno solía llegar sin demasiado síntoma y no era hasta el primer cigarrillo cuando empezaba a sentir todo el conglomerado en la cabeza.
Las mañanas solían pasar bien, porque solía tener cosas que hacer con su padre, al que tanto quería y del que tanto temía alejarse o que se encontrase peor de su presentida vejez.
La comida no solía ir mal, porque a menudo comía con su padre o con su hermana y cuñados y, aunque había decidido renunciar a los tápers de comida «casera» a domicilio, los días que tenía que comer en casa eran casi los mejores por aquello de comer menos y con menos ansia.
El ansia, el ansia por estar siempre en un lugar entre no elegido y entre equivocado, o al menos nocivo para su bienestar. El ansia que le hacía comer rápido, en ocasiones tan rápido que ganaba a su padre, el eterno «tragaldabas» de la familia. Juntos habían ido conquistando una especie de juicio comedido hacia la comida y sus excesos, aunque había días que se lo saltaban a la torera y luego él no podía parar de ir al baño a cagar una y otra vez líquido y «a chorro».
Era en las tardes donde se concentraba todo aquel sentimiento complejo y complejizante cargado de anhelos por todos los amigos perdidos de aquel u otro colegio, de aquella u otra universidad, que si el erasmus, que si la academia del CCNA...
Lo cierto es que lo pasaba mal. Porque el peso de la pérdida, de las muchas pérdidas a su juicio irreparables, cargaba tanto la balanza que se borraba por inasumible la posibilidad de conocer a alguien, de tener un nuevo grupo de amigos, de conocer a alguien para poco o para toda la vida, de tener hijos y no encontrarse solo en el mundo......
Aquella balanza estaba tan desequilibrada, y las pérdidas pesaban tanto....
Sin embargo, lo que a menudo se escondía a sí mismo es que no podían haber sido tantas las pérdidas, ni de tanto calado, si una gran mayoría de amigos «perdidos» nunca le habían llamado y si el tiempo de amistad había sido quizá forzado por una actitud demasiado peleona por su parte, venga a llamar y venga a hacer acomodo de fuerzas para cuadrar planes que a menudo ni le iban ni le venían o directamente le encajaban a todas luces mal, como trasnochar una noche lluviosa en un antro de sesión reggae a la que el apelativo musical le venia grande.
Era cierto, en realidad la cuestión era aún peor. Se había esforzado por encajar con gentes que poco tenían que ver con él, con sus poses musicales forzadas, sus aficiones por los porros o el CBD (como si fuera menos dañino para una persona como él) y su tendencia siempre a barrer para casa y la última «en mi barrio» (en el de ellos).
Podía decirse que la situación no era mucho mejor con los pocos amigos que conservaba. A su propio juicio, quizá solo una amistad se basaba en no agradar sino ser auténticos. Ella, su amiga, siempre había sido muy crítica hacia él y hacia su aceptación sin más de la enfermedad mental, su tendencia a preferir pagar a pelear las cosas y su preferencia derrotista por el trabajo asalariado frente a una vida a los ojos de él difícil como artista clown.
Necesitaba con urgencia cerrar etapas, aceptar que todo aquello había pasado y elaborar un plan para encarar el futuro.